miércoles, 2 de septiembre de 2020

Día 11 – Qué recuerdas de tu niñez

 

                                Foto: Annie Spratt para Unsplash.com


Tuve la fortuna de crecer en una ciudad pequeña del interior de Venezuela. En una familia numerosa, con amigos de toda la vida, con tiempo de ocio, tiempo para jugar, sin más ambiciones que pasar el rato con mis amigos, sin clases, sin tareas, sin presiones. Preservada de la obsesión por la productividad que ha ocupado hasta el espacio infantil.

Esto de escuchar conferencias de un psicopedagogo que defiende a capa y espada el derecho que tienen los niños a salir solos, a tener tiempo libre para jugar, simplemente jugar con sus amigos, en la calle, en lugar de estar encerrados, me ha hecho recordar mi niñez.

Tuve la fortuna de crecer en el interior de Venezuela. Digo que fue una suerte porque estaba cerca del campo, y los niños disfrutan mucho del campo.

Soy la quinta de una familia de seis. Con docenas de primos porque ambos padres venían de familias numerosas también. Además, con parientes que, aunque eran de tercer o cuarto grado de consanguinidad, se trataban como hermanos. Así que reunirnos era siempre una fiesta.

Estudié en un colegio de monjas y luego en uno de curas. La verdad fueron muy buenas experiencias, tan buenas, que repetí la fórmula con mis dos hijos.

Éramos socios de un club que tenía piscina, así que aprendí a nadar desde muy pequeña. Nos la pasábamos metidos en la piscina. Recuerdo que había un árbol de jobos sumamente prolífico y los comíamos hasta el cansancio en la época de cosecha. Mientras escribo puedo oler los jobos. La imaginación es curiosa y la mía es muy vívida.

Los adultos con los que crecí siempre me hicieron sentir querida. Eran mis tíos o amigos muy cercanos de mis padres, que nos trataban como si fueran tíos y tías.

Si te bañas en el río te convertirás en pez

Uno de los primos de mi papá tenía una finca a la que íbamos con frecuencia. En periodos de vacaciones como agosto o Semana Santa, solíamos reunirnos allá. Recuerdo que no había luz eléctrica, solo una planta de gasolina que se encendía a las 7:30 p.m. y se apagaba a las 9 p.m., a menos que fuera una fecha especial como Navidad. Abundaban los cuentos de aparecidos, leyendas de fantasmas, todas esas cosas que desaparecen con la luz eléctrica.

Montábamos a caballo – siempre les tuve miedo y mis primos se reían de mí por eso – comíamos corozos y nos bañábamos en el río, porque a la finca la atravesaban dos ríos.

Un día, viernes santo, decidimos ir a bañarnos al río. Recuerdo que el encargado de la finca, Chayo, nos prohibió hacerlo. Nos dijo que el viernes santo era día de pesar, porque había muerto Nuestro Señor Jesucristo y que si osábamos meternos al agua recibiríamos un castigo terrible, nos convertiríamos en pescados. Chayo estaba seguro de que eso era así. Nos estuvo vigilando hasta que logramos escaparnos de su asedio y nos metimos al río. Fue lo mejor, el encanto de lo prohibido, y constatar que habíamos ganado a la leyenda, porque no nos salió ni una escama.

Los Andes están llenos de leyendas como esa. Al pobre oso frontino lo llama “El Salvaje” y le atribuyen raptar mujeres embarazadas para comerse a sus bebés recién nacidos. No es de extrañar que esté en peligro de extinción. Se habla también de una especie de duende, el “Momoy”, que molesta a quienes dejan basura en los bosques u ocasionan daño a la naturaleza. Mucha gente asegura haberlo visto, incluso en una ocasión, fue noticia publicada en el periódico local que habían logrado atrapar uno vivo en Tuñame, una meseta ubicada a casi 3.000 mts. sobre el nivel del mar.

Los mejores maestros

Tuve buenos maestros y otros no tan buenos. Pero a todos tengo mucho que agradecerles. Uno de ellos me enseñó a amar las matemáticas. Era muy estricto, los muchachos antes de entrar a su clase tenían buen cuidado de peinarse, meter la camisa dentro del pantalón y ponerse la correa correctamente, de otro modo no los dejaba entrar. Todos le teníamos mucho afecto a pesar de su severidad, porque mostraba interés en nosotros y nunca nos hizo sentir tontos por nuestras preguntas, no aceptaba mofas en su clase. Creo que también amaba las matemáticas y lo que hizo fue contagiarnos ese amor a muchos de nosotros.

Amaba mi colegio. Nunca queríamos salir de él. Ya la ciudad comenzaba a ponerse peligrosa en los alrededores del colegio de las monjas, pero como ellas cuidaban de los muchachos de la calle, estos no se metían con nosotros, por el contrario, cuidaban el colegio. Eso me enseñó el poder del agradecimiento y la reciprocidad.

El colegio de los curas era mucho más grande y estaba más cerca de casa, así que iba y venía a pie, como dice Tonucci que debería ser en todos los casos.

Los carritos de rolineras

En época de vacaciones nos reuníamos en casa de las amigas, íbamos rotando el lugar de reunión. Los amigos se volvían amigos de los hermanos y una suerte de hijos adoptivos de los padres. Todavía, cuando me consigo a la madre de alguna de mis amigas de infancia, les brillan los ojos cuando me saludan y abrazan, lo mismo que me pasa a mí.

Nuestras vacaciones eran muy sencillas y también muy divertidas. Montábamos bicicleta, íbamos a nadar a la piscina o simplemente nos sentábamos a conversar. Uno de esos agostos fabricamos carritos de rolineras (una tabla con cuatro rolineras a modo de ruedas) para hacer una carrera. Todavía se ve la cicatriz en mi rodilla. Se suponía que ese era pasatiempo de varones, pero nosotras decidimos que también podría ser un buen pasatiempo para nosotras. La verdad lo pasamos muy bien.

Creo que Tonucci tiene razón. Los niños necesitan tiempo de ocio, tiempo para jugar, sin más ambiciones que pasar el rato con sus amigos, sin clases, sin tareas, sin presiones. Estamos tan obsesionados con la productividad que corremos el riesgo de privarlos de una etapa maravillosa de sus vidas.


2 comentarios:

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