Foto: Annie Spratt para Unsplash.com
Tuve la fortuna de crecer en una ciudad pequeña del
interior de Venezuela. En una familia numerosa, con amigos de toda la vida, con
tiempo de ocio, tiempo para jugar, sin más ambiciones que pasar el rato con mis
amigos, sin clases, sin tareas, sin presiones. Preservada de la obsesión por la
productividad que ha ocupado hasta el espacio infantil.
Esto de escuchar conferencias de un
psicopedagogo que defiende a capa y espada el derecho que tienen los niños a
salir solos, a tener tiempo libre para jugar, simplemente jugar con sus amigos,
en la calle, en lugar de estar encerrados, me ha hecho recordar mi niñez.
Tuve la fortuna de crecer en el interior de
Venezuela. Digo que fue una suerte porque estaba cerca del campo, y los niños disfrutan
mucho del campo.
Soy la quinta de una familia de seis. Con
docenas de primos porque ambos padres venían de familias numerosas también. Además,
con parientes que, aunque eran de tercer o cuarto grado de consanguinidad, se
trataban como hermanos. Así que reunirnos era siempre una fiesta.
Estudié en un colegio de monjas y luego en
uno de curas. La verdad fueron muy buenas experiencias, tan buenas, que repetí
la fórmula con mis dos hijos.
Éramos socios de un club que tenía piscina,
así que aprendí a nadar desde muy pequeña. Nos la pasábamos metidos en la
piscina. Recuerdo que había un árbol de jobos sumamente prolífico y los
comíamos hasta el cansancio en la época de cosecha. Mientras escribo puedo oler
los jobos. La imaginación es curiosa y la mía es muy vívida.
Los adultos con los que crecí siempre me
hicieron sentir querida. Eran mis tíos o amigos muy cercanos de mis padres, que
nos trataban como si fueran tíos y tías.
Si te bañas en el río te convertirás en
pez
Uno de los primos de mi papá tenía una finca
a la que íbamos con frecuencia. En periodos de vacaciones como agosto o Semana
Santa, solíamos reunirnos allá. Recuerdo que no había luz eléctrica, solo una
planta de gasolina que se encendía a las 7:30 p.m. y se apagaba a las 9 p.m., a
menos que fuera una fecha especial como Navidad. Abundaban los cuentos de
aparecidos, leyendas de fantasmas, todas esas cosas que desaparecen con la luz
eléctrica.
Montábamos a caballo – siempre les tuve
miedo y mis primos se reían de mí por eso – comíamos corozos y nos bañábamos en
el río, porque a la finca la atravesaban dos ríos.
Un día, viernes santo, decidimos ir a
bañarnos al río. Recuerdo que el encargado de la finca, Chayo, nos prohibió
hacerlo. Nos dijo que el viernes santo era día de pesar, porque había muerto Nuestro
Señor Jesucristo y que si osábamos meternos al agua recibiríamos un castigo
terrible, nos convertiríamos en pescados. Chayo estaba seguro de que eso era
así. Nos estuvo vigilando hasta que logramos escaparnos de su asedio y nos
metimos al río. Fue lo mejor, el encanto de lo prohibido, y constatar que habíamos
ganado a la leyenda, porque no nos salió ni una escama.
Los Andes están llenos de leyendas como
esa. Al pobre oso frontino lo llama “El Salvaje” y le atribuyen raptar mujeres
embarazadas para comerse a sus bebés recién nacidos. No es de extrañar que esté
en peligro de extinción. Se habla también de una especie de duende, el “Momoy”,
que molesta a quienes dejan basura en los bosques u ocasionan daño a la
naturaleza. Mucha gente asegura haberlo visto, incluso en una ocasión, fue
noticia publicada en el periódico local que habían logrado atrapar uno vivo en
Tuñame, una meseta ubicada a casi 3.000 mts. sobre el nivel del mar.
Los mejores maestros
Tuve buenos maestros y otros no tan buenos.
Pero a todos tengo mucho que agradecerles. Uno de ellos me enseñó a amar las
matemáticas. Era muy estricto, los muchachos antes de entrar a su clase tenían
buen cuidado de peinarse, meter la camisa dentro del pantalón y ponerse la
correa correctamente, de otro modo no los dejaba entrar. Todos le teníamos
mucho afecto a pesar de su severidad, porque mostraba interés en nosotros y
nunca nos hizo sentir tontos por nuestras preguntas, no aceptaba mofas en su
clase. Creo que también amaba las matemáticas y lo que hizo fue contagiarnos
ese amor a muchos de nosotros.
Amaba mi colegio. Nunca queríamos salir de
él. Ya la ciudad comenzaba a ponerse peligrosa en los alrededores del colegio
de las monjas, pero como ellas cuidaban de los muchachos de la calle, estos no
se metían con nosotros, por el contrario, cuidaban el colegio. Eso me enseñó el
poder del agradecimiento y la reciprocidad.
El colegio de los curas era mucho más
grande y estaba más cerca de casa, así que iba y venía a pie, como dice Tonucci
que debería ser en todos los casos.
Los carritos de rolineras
En época de vacaciones nos reuníamos en
casa de las amigas, íbamos rotando el lugar de reunión. Los amigos se volvían amigos
de los hermanos y una suerte de hijos adoptivos de los padres. Todavía, cuando me
consigo a la madre de alguna de mis amigas de infancia, les brillan los ojos
cuando me saludan y abrazan, lo mismo que me pasa a mí.
Nuestras vacaciones eran muy sencillas y
también muy divertidas. Montábamos bicicleta, íbamos a nadar a la piscina o
simplemente nos sentábamos a conversar. Uno de esos agostos fabricamos carritos
de rolineras (una tabla con cuatro rolineras a modo de ruedas) para hacer una carrera.
Todavía se ve la cicatriz en mi rodilla. Se suponía que ese era pasatiempo de
varones, pero nosotras decidimos que también podría ser un buen pasatiempo para
nosotras. La verdad lo pasamos muy bien.
Creo que Tonucci tiene razón. Los niños
necesitan tiempo de ocio, tiempo para jugar, sin más ambiciones que pasar el
rato con sus amigos, sin clases, sin tareas, sin presiones. Estamos tan obsesionados
con la productividad que corremos el riesgo de privarlos de una etapa
maravillosa de sus vidas.
Siento que leo un cuento... que rica manera de escribir
ResponderEliminarAgradecida por tan lindo comentario
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