Cuando las sociedades entran en crisis, pierden la
capacidad de imponer normas únicas para todos sus integrantes, en su lugar
aparecen una cantidad de “normas”, encontradas muchas de ellas, y no es posible
que una sola se imponga sobre las demás. Se rompe el tejido social y es muy
difícil recomponerlo porque la anomia es una suerte de vórtice que se alimenta
a sí mismo.
¿Necesitamos de las normas?, ¿de una o de
muchas?, ¿para qué necesitamos de una estructura social?
Suponga que circula usted por la Av. Baralt,
hace unos 10 años atrás. Los autobuses se detienen en la mitad de la vía, los
motorizados cruzan de un canal a otro, como haciendo slalom (zigzagueando
como si trataran de evitar obstáculos en una competencia de esquí), vehículos
en medio de los cruces obstaculizando el paso que el semáforo acaba de
otorgarle a la vía por la que usted transita, personas cruzando la calle en
cualquier lugar. A medida que se acerca al mercado de Quinta Crespo, los
vehículos están estacionados en doble fila, ocupando uno de los dos canales que
se tienen para transitar. Ahora no solo las personas cruzan la calle en
cualquier lugar menos la esquina, también lo hacen quienes utilizan carretillas
manuales para transportan carga, de la más diversa índole, entre la sede del
mercado y los comercios de los alrededores o de vehículos que adquirieron esas
mercancías.
Pudo haber recorrido la avenida en menos de
diez minutos, sin embargo, le ha tomado casi una hora hacerlo. Trate de
imaginarse en un vehículo y haga el esfuerzo por sentir que realmente se
encuentra en un lugar como el descrito, ¿cómo se siente? Seguramente responderá
que se siente molesto, incluso indignado, además de muy cansado, como si le
hubieran robado la energía.
Cuando las sociedades entran en crisis, pierden
la capacidad de imponer normas únicas para todos sus integrantes, en su lugar
aparecen una cantidad de “normas”, encontradas muchas de ellas, y no es posible
que una sola se imponga sobre las demás, es como transitar por la avenida que acabo
de describir.
No sabemos qué hacer, tenemos que procesar mucha
información al tiempo, porque no sabemos qué conducta esperar de los demás – ya
que sus conductas no respetan ninguna norma común que permita “predecir” lo que
harán – por lo que coordinar nuestra acción se hace muy difícil.
Estamos desorganizados, más que eso,
estamos desarticulados, lo que impide que nos solidaricemos unos con otros, que
nos cohesionemos, que funcionemos como colectivo; se ha roto el tejido social y
es muy difícil recomponerlo porque la anomia es una suerte de vórtice que se alimenta
a sí mismo. Seguir las normas – las que están en el papel – resulta en
numerosas inconveniencias, por ejemplo, no llegarías a atravesar la avenida en
una hora sino en dos o tres, los incentivos para incumplir están a la orden del
día.
El agotamiento no solo tiene que ver con la
necesidad de procesar mucha información – debido a que la incertidumbre aumenta
– tiene que ver, sobre todo, con que hemos dejado de sentirnos protegidos por
el grupo del que formamos parte, mejor dicho, nos hemos quedado sin grupo.
La evolución nos ha preparado para cooperar
con un grupo en aras de obtener protección y alcanzar objetivos propios y
comunes, no podemos sobrevivir sin la ayuda de los demás, por lo que sentir que
no contamos con nadie, que somos extraños unos con otros, nos desmoraliza.
Sí que necesitamos de normas consensuadas,
que nos ayuden a convivir, a predecir el comportamiento de los demás y a
regular el propio, que nos brinden una sensación de seguridad, que nos permitan
ocuparnos de otras cosas y no únicamente de sobrevivir.
Además de normas, las personas necesitamos
tener acceso a los medios requeridos para alcanzar nuestros fines. Dependiendo
de ese acceso mostramos conductas que pueden respetar o no las normas
establecidas.
Podríamos recorrer las teorías sociológicas
de Durkheim o Merton en nuestro tránsito por la Avenida Baralt, lo cierto es
que este recorrido “imaginario” nos muestra lo que sucede cuando se carece de
normas, se irrespetan todas las normas o se tienen normas diferentes para cada cual,
sobreviene el deterioro del tejido social con su consecuente desarticulación.
Dejamos de creer en que sea posible convivir bajo valores como la solidaridad y
nuestras interacciones “sociales” degeneran en una suerte de “sálvese quien
pueda”.
Romper ese círculo vicioso puede ser muy
difícil, aunque también pudiera no serlo. Durante los años 70, el animador y
productor de televisión Renny Ottolina, decide iniciar una campaña de educación
vial cuyo impacto en la sociedad venezolana fue tal, que logró reducir el
número de infracciones. Con una serie de mensajes dirigidos a conductores y
peatones, Ottolina logró crear conciencia sobre la importancia de las normas de
tránsito y su observancia, al punto de que cometer una infracción era censurado
por la mayoría, quienes ejercían una presión social efectiva sobre los
infractores.
No hizo falta contratar funcionarios o
incrementar las sanciones y multas, bastó con despertar la conciencia de la
gente para que se obrara el milagro.
Otro caso similar fue la campaña de concientización
desplegada por la C.A. Metro de Caracas, incluso desde antes de su puesta en
funcionamiento. Con disculpas a los vecinos por los inconvenientes causados pro
sus obras, el Metro informaba sobre los progresos e insistía en la apropiación,
por parte de los caraqueños, de la impresionante obra de infraestructura que
era.
Una vez inaugurado el subterráneo, la campaña de concientización incluyó, al igual que la campaña de Ottolina, mensajes constantes sobre la manera de comportarse dentro de las instalaciones y la conveniencia, para todos de la observancia de esos códigos normativos.
La clave, en ambos casos, estuvo en que dichas iniciativas fueron promovidas, en el caso del Metro, o respetadas, en el caso de Ottolina, por las instituciones de gobierno. Me pregunto si una campaña de educación en ciudadanía, por ejemplo, recibiría ese mismo respeto de parte de las instituciones e gobierno actuales.
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